DÍA 5º: Viernes, 12 de julio
Lc 11, 27-28
Con
el dogma católico, confesamos que María es Inmaculada.
Quizá podamos decir que se va haciendo Inmaculada al dialogar con Dios en
plenitud, es decir, sin egoísmo. María en la medida en la que está en comunión
con Dios es más Él y menos ella. Allí donde un frágil ser humano, una mujer y
no una diosa, una persona de la tierra, puede escuchar a Dios en libertad y
dialogar con Él en transparencia, surge el milagro: nace el ser humano desde
Dios, el mismo hijo divino existe en nuestra tierra.
Solo
en este diálogo de amor fecundo, podemos y debemos afirmar que María es
Inmaculada. No quiere Dios el vacío de María, no busca su silencio, ni se
impone en ella como cuerpo. El Señor la quiere en persona: desea su
colaboración; por eso le habla y espera su respuesta. En la escena de la Anunciación de la que
hablamos hace unos días contemplamos un diálogo de consentimiento: la Virgen ha respondido al
Señor en gesto de confianza sin fisuras; ha confiado en Él, le ha dado su
palabra de mujer, persona y madre. Ella y Dios se han vinculado.
Este
es el misterio, este el enigma: que Dios puede querer, con su propio ser divino
e infinito, lo que quiere una mujer; y que una Mujer pueda desear en cuerpo y
alma (en carne y sangre, en espíritu y en gracia) aquello que Dios quiere.
Ciertamente son distintos, deben serlo; cada uno se mantiene a su nivel, uno es
el Padre eterno; otra es María, la mujer concreta de la historia humana; pero ambos
se han unido para compartir una misma aventura de amor y de gracia, la historia
divino/humana de Cristo.
La madre de Jesús, fue una mujer especialmente querida,
agraciada por Dios. Él la preservó siempre de todo pecado, ella fue siempre
fiel, su vida fue una respuesta plena a Dios. El Señor ha querido liberar a su
madre de todo lo que nos aparta de Él, del daño que nosotros nos hacemos a
nosotros mismos y a los demás.
Ella le llevó en su seno,
le amamantó, le crio, le educó, le enseñó a rezar, volcó todo su afecto e
ilusión por su hijo, como solo las madres pueden acercarse a comprender en toda
su grandeza. Es María, la madre de Dios, nuestra madre, la madre de la Iglesia,
que ha recogido y recoge el mayor afecto: “todas las generaciones que le llaman
bienaventurada”.
María nos hace pensar, pues
lo que hemos descubierto en ella, podemos también de algún modo descubrirlo en
nuestro propio ser. Dios al darnos la vida, nos ha hecho semejantes a Él. Esto
debe hacernos reflexionar, que en todo ser humano, hay un núcleo intocable que
nadie ni nada puede manchar. Pablo nos lo dice con estas palabras: “Él nos
eligió, en la persona de Cristo, antes de la creación del mundo, para que
fuésemos santos e inmaculados ante Él por el amor”. Lo que hay de divino en
nosotros será siempre inmaculado. Si tomáramos conciencia de esta realidad,
sería el comienzo de una nueva manera de entendernos a nosotros mismos y de
entender a los demás. María madre de Dios es ejemplo y modelo de fe cristiana.
Ella, íntimamente unida a su hijo, desde la plenitud de gracia, en función del
proyecto de salvación que su hijo viene a ofrecernos, de su unión con Él, abre
también para nosotros el camino “hacia una nueva tierra y un nuevo cielo, en
los que habite la justicia”.
El relato evangélico de
Lucas, que hemos escuchado hoy, ha encontrado eco en la religiosidad de los
cristianos de todos los tiempos, en la Iglesia, que ha recibido la presencia de
María con afecto singular, y han visto y sentido en María la cercanía de Dios.
Le han invocado como la madre de Dios, también como madre nuestra. Nosotros nos
unimos al gozo de toda la Iglesia y damos gracias a Dios por la grandeza que ha
obrado en María y por el Espíritu que Jesús su hijo nos ha trasmitido, en
nosotros también Dios se hace presente.
Tal vez nuestra sociedad y
posiblemente nosotros mismos en alguna medida, colmados de pecados como la
intolerancia, la violencia, el egoísmo, el olvido de los que sufren, pasamos
fácilmente por encima de estas verdades, de estos hechos que nos importan. No podemos
olvidar que María y cuanto Dios realiza en ella, es un proyecto de salvación
para nosotros. Acercarnos con afecto a María, es acercarnos a nuestra
salvación, acercarnos a Jesús.
Esta
es la insignia de María Inmaculada: ella es apertura creadora. Frente a un
mundo que sólo se despliega en gestos de miedo y de violencia, frente a una
humanidad que se defiende sometiendo (esclavizando) a los débiles, María viene
a presentarse como signo de diálogo: ha confiado en Dios, pone su vida al
servicio del Mesías, es decir, de la libertad y confianza entre los seres
humanos.
María
no es Inmaculada solo (y sobre todo) en su concepción sino en su vida entera,
tal como se expresa y resume en el relato de su encuentro con Dios: vence al
pecado, se hace Inmaculada, en actitud constante de diálogo con Dios y de
apertura (entrega) al servicio de todos los seres humanos, por medio de Cristo,
su hijo, que es Mesías. La
Virgen no ha reservado nada para sí, todo lo ha puesto en
manos del Señor, por nosotros. Por eso decimos que es Inmaculada.
En
el quinto día de la novena en honor de la Virgen del Carmen, le pedimos nos ayude a ser
hombres y mujeres de entrega y servicio a los demás. Que así sea.
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