Recuerdo
que el Papa Francisco le gustaba hablar de los santos de la puerta de al lado.
Hoy en la Iglesia celebramos un gran santo, San Francisco de Asís, (felicidades
a los veterinarios), y muchas veces en nuestras celebraciones litúrgicas
mencionamos las vidas de los santos y como ellos, por ser humanas, como
nosotros, nos acercan la santidad.
Hoy
me van a permitir que les hable del grano de mostaza, esa pequeña semilla capaz
de hacerse un gran árbol, dar muy buena sombra, albergar animales entre sus
ramas y sobre todo dar un buen fruto. Y me gustaría hacerlo reconociendo la
vida de un pequeño grano, que dio a su vez mucha vida y que nos ha dejado un
precioso legado.
Recordamos
hoy a una mujer de nombre de pila María de los Ángeles, que entre San Miguel y
los Santos Ángeles Custodios se encargaron de presentarla ante Dios y sus seres
queridos. Ella es Maruja. Y lo hacemos en el último adiós a esta hermana nuestra,
en la fe, una mujer que vivió 92 años bajo la luz del Evangelio y que ahora,
confiamos con esperanza, haya sido acogida en los brazos misericordiosos del
Padre.
Cuando
una persona se va después de una vida larga, “parece” que duele menos… pero en
realidad, cuando esa persona ha estado tan presente, tan firme, tan entregada y
comprometida como lo fue Maruja, el vacío se siente profundamente. Nos
consuela, sin embargo, saber que su vida no fue simplemente larga,
sino plena, fecunda y bendecida. Ella tuvo una vida con sentido.
Maruja
fue una mujer de fe profunda. No una fe de palabras vacías o de rutinas sin
sentido, sino una fe que encarnó en su vida diaria. Percibí en ella una mujer,
quizá, adelantada a su tiempo. Participó con compromiso y alegría en la vida de
la Iglesia. Siempre era muy simpática. Formó parte del consejo parroquial,
aportando su sabiduría, su experiencia y su corazón generoso. Ella sí sentaba a
la mesa a quien fuera. Ese Espíritu siempre fue el que le llevó a ayudar a
personas para que pudieran tener acceso a la educación. En este sentido
recordamos su relación con las religiosas carmelitas de la caridad de San
Joaquina Vedruna. Su espíritu solidario lo encauzó en el servicio a Manos Unidas
o Cáritas. Fue una mujer que se mezclaba con todo tipo de gente, no me pareció
nunca que hiciera acepción de personas, ella era “Maruja, la de la plaza”.
Y
no solo ayudaba desde lo visible. Muchos aquí la recuerdan con gratitud por
su servicio humilde y constante: ayudando en el cuidado de los
purificadores, manteles y todo lo necesario para que la liturgia fuera digna.
Ese trabajo muchas veces silencioso, pero que tanto habla del amor a Dios y a
la comunidad. En cada pequeño gesto estaba su oración hecha acción. Al lado de
otras mujeres que formaron un grupo de amigas que igual estaban en el coro
parroquial, en el servicio de la caridad y formando grupo cristiano de Vida
Ascendente.
El
Señor la bendijo a ella y su esposo Cruz también con una familia muy numerosa,
incluso en el don de la vida fueron generosos. Tuvieron un rosario de hijos, a
quienes supo educar con valores, respeto y fe. Y eso no pasa
desapercibido. El testimonio de sus hijos e hijas, su forma de vivir, su
talante respetuoso es marca de la casa donde se viven los valores que proceden
de la educación, su respeto y su cariño por ella, son reflejo de la buena
semilla que sembraron en el seno de la familia.
Qué
hermoso es cuando una madre puede mirar a sus hijos con gratitud, aunque al
final les confunda, se olvide, y con que tranquilidad, sabiendo que ha cumplido
su misión. Maruja fue una de esas madres.
En
sus últimos años, cuando la memoria comenzó a fallar —como suele pasar cuando
la vida se va alargando—, su cuerpo seguía fuerte. Pero, sobre todo, su corazón
seguía atento a lo más importante. Agradecía profundamente cada vez que se le
llevaba la Comunión a casa. Aunque ya no recordara muchas cosas, sabía
bien a quién estaba recibiendo. Y eso nos muestra que su fe estaba grabada en
lo más profundo de su ser, más allá de la memoria humana. Cuando la
conversación no fluía ella mostraba el agradecimiento y el regalo que le
suponía recibir a Jesús en su corazón.
Qué
testimonio tan bello de amor a la Eucaristía. ¡Cuánto tenemos que aprender de
ella!
Hoy,
como creyentes, no nos quedemos en la tristeza. Lloramos, sí, porque la vamos a
extrañar. Pero lo hacemos con esperanza, porque creemos en las promesas de
Cristo. Jesús nos dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí,
aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25). Maruja creyó en Él. Lo siguió. Lo sirvió. Y
ahora, descansamos en la confianza de que el Señor ha salido a su encuentro.
Agradezcamos
al Señor por la vida de Maruja. Demos gracias por su ejemplo, por su entrega,
por su fe. Que su vida siga inspirándonos a nosotros, los que quedamos aquí, a
vivir también con fe, con humildad y con servicio generoso. Que sus hijos,
nietos y biznietos, recojan el testigo de esta santa de la puerta de al lado.
Y
pidamos al Señor que la reciba con amor, que la purifique con su misericordia y
que la haga participar del banquete eterno, donde ya no hay lágrimas ni dolor,
sino alegría sin fin.
Descansa
en paz, querida hermana. Has peleado la buena batalla, has terminado la
carrera, has conservado la fe (cf. 2Tim 4, 7). Amén.
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