domingo, 5 de octubre de 2025

IN MEMORIAM - MARUJA, LA DE LA PLAZA

 


Recuerdo que el Papa Francisco le gustaba hablar de los santos de la puerta de al lado. Hoy en la Iglesia celebramos un gran santo, San Francisco de Asís, (felicidades a los veterinarios), y muchas veces en nuestras celebraciones litúrgicas mencionamos las vidas de los santos y como ellos, por ser humanas, como nosotros, nos acercan la santidad.

Hoy me van a permitir que les hable del grano de mostaza, esa pequeña semilla capaz de hacerse un gran árbol, dar muy buena sombra, albergar animales entre sus ramas y sobre todo dar un buen fruto. Y me gustaría hacerlo reconociendo la vida de un pequeño grano, que dio a su vez mucha vida y que nos ha dejado un precioso legado.

Recordamos hoy a una mujer de nombre de pila María de los Ángeles, que entre San Miguel y los Santos Ángeles Custodios se encargaron de presentarla ante Dios y sus seres queridos. Ella es Maruja. Y lo hacemos en el último adiós a esta hermana nuestra, en la fe, una mujer que vivió 92 años bajo la luz del Evangelio y que ahora, confiamos con esperanza, haya sido acogida en los brazos misericordiosos del Padre.

Cuando una persona se va después de una vida larga, “parece” que duele menos… pero en realidad, cuando esa persona ha estado tan presente, tan firme, tan entregada y comprometida como lo fue Maruja, el vacío se siente profundamente. Nos consuela, sin embargo, saber que su vida no fue simplemente larga, sino plena, fecunda y bendecida. Ella tuvo una vida con sentido.

Maruja fue una mujer de fe profunda. No una fe de palabras vacías o de rutinas sin sentido, sino una fe que encarnó en su vida diaria. Percibí en ella una mujer, quizá, adelantada a su tiempo. Participó con compromiso y alegría en la vida de la Iglesia. Siempre era muy simpática. Formó parte del consejo parroquial, aportando su sabiduría, su experiencia y su corazón generoso. Ella sí sentaba a la mesa a quien fuera. Ese Espíritu siempre fue el que le llevó a ayudar a personas para que pudieran tener acceso a la educación. En este sentido recordamos su relación con las religiosas carmelitas de la caridad de San Joaquina Vedruna. Su espíritu solidario lo encauzó en el servicio a Manos Unidas o Cáritas. Fue una mujer que se mezclaba con todo tipo de gente, no me pareció nunca que hiciera acepción de personas, ella era “Maruja, la de la plaza”.

Y no solo ayudaba desde lo visible. Muchos aquí la recuerdan con gratitud por su servicio humilde y constante: ayudando en el cuidado de los purificadores, manteles y todo lo necesario para que la liturgia fuera digna. Ese trabajo muchas veces silencioso, pero que tanto habla del amor a Dios y a la comunidad. En cada pequeño gesto estaba su oración hecha acción. Al lado de otras mujeres que formaron un grupo de amigas que igual estaban en el coro parroquial, en el servicio de la caridad y formando grupo cristiano de Vida Ascendente.

El Señor la bendijo a ella y su esposo Cruz también con una familia muy numerosa, incluso en el don de la vida fueron generosos. Tuvieron un rosario de hijos, a quienes supo educar con valores, respeto y fe. Y eso no pasa desapercibido. El testimonio de sus hijos e hijas, su forma de vivir, su talante respetuoso es marca de la casa donde se viven los valores que proceden de la educación, su respeto y su cariño por ella, son reflejo de la buena semilla que sembraron en el seno de la familia.

Qué hermoso es cuando una madre puede mirar a sus hijos con gratitud, aunque al final les confunda, se olvide, y con que tranquilidad, sabiendo que ha cumplido su misión. Maruja fue una de esas madres.

En sus últimos años, cuando la memoria comenzó a fallar —como suele pasar cuando la vida se va alargando—, su cuerpo seguía fuerte. Pero, sobre todo, su corazón seguía atento a lo más importante. Agradecía profundamente cada vez que se le llevaba la Comunión a casa. Aunque ya no recordara muchas cosas, sabía bien a quién estaba recibiendo. Y eso nos muestra que su fe estaba grabada en lo más profundo de su ser, más allá de la memoria humana. Cuando la conversación no fluía ella mostraba el agradecimiento y el regalo que le suponía recibir a Jesús en su corazón.

Qué testimonio tan bello de amor a la Eucaristía. ¡Cuánto tenemos que aprender de ella!

Hoy, como creyentes, no nos quedemos en la tristeza. Lloramos, sí, porque la vamos a extrañar. Pero lo hacemos con esperanza, porque creemos en las promesas de Cristo. Jesús nos dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25). Maruja creyó en Él. Lo siguió. Lo sirvió. Y ahora, descansamos en la confianza de que el Señor ha salido a su encuentro.

Agradezcamos al Señor por la vida de Maruja. Demos gracias por su ejemplo, por su entrega, por su fe. Que su vida siga inspirándonos a nosotros, los que quedamos aquí, a vivir también con fe, con humildad y con servicio generoso. Que sus hijos, nietos y biznietos, recojan el testigo de esta santa de la puerta de al lado.

Y pidamos al Señor que la reciba con amor, que la purifique con su misericordia y que la haga participar del banquete eterno, donde ya no hay lágrimas ni dolor, sino alegría sin fin.

Descansa en paz, querida hermana. Has peleado la buena batalla, has terminado la carrera, has conservado la fe (cf. 2Tim 4, 7). Amén.

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