Lc 1, 26-38
María
estaba “llena de gracia”. Más aún:
era “la llena de gracia”. El ángel
dirá “llena de gracia” como quien
pronuncia un apellido, como si en todo el mundo y toda la historia no hubiera
más “llena de gracia” que María.
Está
claro que era una mujer elegida por Dios, invadida de Dios, inundada por Dios.
Tenía el alma como en préstamo, requisada, expropiada para utilidad pública en
una gran misión.
No
quiere esto decir que su vida hubiera estado hasta entonces llena de milagros,
que las varas secas florecieran de nardos a su paso o que la primavera se
adelgazara al rozar su escapulario. Quiere simplemente decir que el Señor la
poseía mucho más que el esposo posee a la esposa. El Misterio la rodeaba con
esa muralla de soledad que circunda a los niños que viven ya desde pequeños una
gran vocación. No hubo seguramente milagros en su infancia, pero sí fue una
niña distinta, una niña “rara”, que diríamos ahora. O más exactamente:
misteriosa. La presencia de Dios era la misma raíz de su alma. Orar era, para
ella respirar, vivir.
Seguramente
este mismo misterio la torturaba un poco. Porque ella no entendía del todo.
¿Cómo iba a entender? Se sentía guiada, conducida. Libre también, pero
arrastrada dulcemente, como un niño es conducido por la amorosa mano de la
madre. La llevaban de la mano, eso era.
Muchas
veces debió de preguntarse por qué ella no era como las demás muchachas de su
tiempo, por qué no se divertía como sus amigas, por qué sus sueños parecían
venidos de otro planeta. Pero no encontraba respuesta. Sabía, eso sí, que un
día todo tendría que aclararse. Y esperaba.
Esperaba
entre contradicciones. En ella había nacido el deseo de permanecer virgen. Para
las mujeres de su pueblo y su tiempo esta era la mayor de las desgracias. El
ideal de todas era envejecer en medio de un escuadrón de hijos rodeándolas.
Sabía
que aquella idea de ser virgen la había plantado en su alma alguien que no era
ella. ¿Cómo oponerse? Temblaba ante la sola idea de decir “no” a algo pedido o
insinuado desde lo alto. Comprendía que humanamente tenían razón en su casa y en
su vecindario cuando decían que aquel proyecto suyo era locura. Y aceptaba
sonriendo las bromas y los comentarios. Sí, tenían razón los suyos: ella era la
loca de la familia, la que había elegido el “peor” partido. Pero la mano que la
conducía la había llevado a aquella “locura”.
El
ángel Gabriel, en la
Anunciación , fue quien descubrió a María “como llena de
gracia”. Si la presencia luminosa del ángel, del mensajero, había llenado la
pequeña habitación, aquella bienvenida pareció llenar a la Virgen mucho más. Nunca un
ser humano había sido saludado con palabras tan altas. Parecidas sí, iguales
no.
María
conocía muy bien que dentro de ella había un secreto enorme. Y ahora el ángel
parecía querer dar la clave con que comprenderlo. Y la traía de repente, como
un relámpago que en una décima de segundo ilumina la noche. La mayoría de los
que logran descubrir su secreto lo hacen lentamente, excavando en sus almas. A
María se le encendía de repente, como una antorcha. Y todos sus trece años
–tantas horas de sospechar una llamada que no sabía para qué- se le pusieron en
pie, como convocados. Y lo que el ángel parecía anunciar era mucho más ancho de
lo que jamás se hubiera atrevido a imaginar. Por eso se turbó, no comprendía.
Luego
el ángel siguió como un consuelo: “No
temas”. Dijo estas palabras como quien pone la venda en una herida, pero
sabiendo muy bien que la turbación de la adolescente era justificada. Por eso
prosiguió con el mensaje terrible a la vez que jubiloso: “Has hallado gracia delante de Dios. Mira, vas a concebir y dar a luz
un hijo, a quien pondrás pro nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del
Altísimo. Dios, el Señor, le dará el trono de su padre David: reinará en la
casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 30-33).
¿Cuánto
duró el silencio que siguió a estas palabras? Tal vez poco, tal vez mucho. La
hora era tan alta que quizá en ella no regía el tiempo, sino la eternidad, la
plenitud, el mismo Dios. Ciertamente para María aquel momento fue inacabable.
Sintió que toda su vida se concentraba y se organizaba como un rompecabezas.
Empezaba a entender por qué aquel doble deseo suyo de ser virgen y fecunda;
vislumbraba por qué había esperado tanto y por qué tenía tanto miedo a su
esperanza. Empezaba a entenderlo, solo “empezaba”. Porque aquel secreto suyo,
al iluminarlo el ángel se abría sobre otro secreto y éste, a su vez, sobre otro
más profundo: como en una galería de espejos. Terminaría de entenderlo el día
de la resurrección, pero lo que ahora entreveía era ya tan enorme que la
llenaba, al mismo tiempo, de alegría y de temor. La llenaba, sobre todo, de
preguntas.
Ojalá
el hecho de conocer un poco más a María nos venga bien para profundizar en su
persona. Que este tercer día de la novena en honor de la Virgen del Carmen nos ayude
a caer en la cuenta de que María fue una mujer igual a todas las demás, que no
era una diosa, aunque en ella llevaba a Dios, ella era templo de Dios como
todos nosotros también lo somos. Madre, ayúdanos a ser como tú, ponnos con
Jesús para que nos ponga con los demás, especialmente los más desfavorecidos de
nuestra sociedad. Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario