Con pena recibí la noticia de la muerte del Papa Francisco. Me asombró, no daba crédito, tenía la esperanza de que iba a ir remontando. Especialmente después de haberle visto unas horas antes, en la plaza de San Pedro en el día de Domingo de Resurrección, para darnos la bendición al mundo entero. He querido buscar una explicación a todo esto y me parece entender que el Papa -consciente de su situación- y con la fuerza del Señor, nos quiso dar su último adiós; él era así.
Es cierto, que, en los últimos tiempos, verle con bastón,
con algún tropiezo que otro, incluso en silla de ruedas, y con las atenciones propias
que se dan a un anciano de su edad, me parecía como que el Papa Francisco en
cualquier momento renunciaría como había hecho su predecesor el Papa Benedicto
XVI. El tiempo en el Hospital Gemelli fue un paso para adelante, otro para
atrás, hasta que le dieron el alta médica. Esas noches frente al televisor
rezando el rosario por él, junto a toda la cristiandad se convirtieron en una
costumbre, un bello momento de recoger el día.
Pero el Papa Francisco, la fuerza de su corazón, el buen
hacer de los médicos y que todavía no había llegado su hora le sacó de esa
postración a la que le tenía inmóvil la enfermedad. Y recuerden, que, al salir
por el balcón del hospital, y recibirle tanta gente, con tanta alegría por
verle de nuevo, él se fijó en una señora, Carmela, y dijo tan sencillamente: “Gracias
a todos, veo a esta señora con las flores amarillas, qué maja”.
Esta es una de las características que más tiene que ver con
el Papa Francisco, que más le definen como persona: fijarse en lo pequeño para
hacer de ello grandes momentos. Su ministerio petrino ha estado totalmente
caracterizado por esto, por detalles que nos han ayudado a comprender mejor el
misterio de la fe, la vida de la Iglesia y el amor a Dios que incondicionalmente
a todos nos ama. Son muchos los ejemplos que podríamos citar, pero está claro
que él ha hecho que lo que debería ser normal y rutinario en la vida de la
Iglesia, especialmente en el ejercicio ordinario del ministerio de nuestros
pastores fuera como algo extraordinario. Su modo de proceder, ser para los
demás, nos asombraba, no estábamos acostumbrados a esta forma tan cercana, tan
como Jesús.
El Papa Francisco, como saben, era jesuita y yo también lo
fui. Las primeras referencias que a mí me llegaban, cuando era estudiante de
teología y él arzobispo de Buenos Aires, no eran muy buenas, no lo quiero
ocultar, pues incluso de esto se puede sacar una enseñanza no solo para nuestra
vida cristiana sino también para la humana. En ocasiones la posición a la que
llegamos en la vida cambia las miradas y las conciencias. Lo que está claro que
su identidad como jesuita estuvo siempre en su modo de actuar. No podía negar
de dónde venía y a dónde iba. Hijo de Dios, al estilo de San Ignacio de Loyola,
amaba la Compañía de Jesús, la Iglesia y el Mundo. En cada viaje siempre había
un momento para encontrarse con sus hermanos jesuitas. Pero quizá es que él no
era muchas veces lo que se suele llamar “políticamente correcto”, llamaba a las
cosas por su nombre durante su papado nos describió a los escribas y fariseos
de nuestra época.
Pero
no piensen que lo refiero como reproche, sino todo lo contrario, con alegría de
haber vivido este momento de la historia, haber participado de este momento
eclesial, a la luz de lo que el Papa Francisco nos ha ido mostrando, junto a
él; meditando sus interpelaciones y asintiendo totalmente con el estilo que el
Espíritu le ha ido inspirando para la Iglesia. Aún habrá mucho por hacer, me
encomiendo al Espíritu para que sea el encargado de inspirar al próximo sucesor
de Pedro en la Iglesia, pido que también tengo un corazón de Buen Pastor.
El deseo más grande de Francisco ha sido la evangelización:
mostrar la vida del Señor, como Jesús mismo hablaba y actuaba. El Papa
Francisco ha deseado siempre mostrar la alegría del Evangelio, de forma
sencilla y valiente, con mucho sentido del humor. Desmontando formas
intransigentes de ser cristianos, de ser Iglesia. Por ello ha sido valiente
para promover grandes cambios, quizá solo algunos. Como digo, confío en la
sucesión apostólica en la sede de Pedro, Dios continúe la obra buena que Él
inició cuando nos envió el Espíritu Santo el día de Pentecostés.
La frescura a la que nos tenía acostumbrados Francisco ha
sido tan solo un caramelo. La Iglesia necesita más y el mundo también, pues el
mundo necesita a la Iglesia como samaritana, para curar tantas heridas abiertas
muchas veces por estructuras de pecado, como son la guerra, la violencia, el
hambre, o lo que el Papa Francisco llamaba la globalización de la indiferencia,
es decir, el mirar para otro lado cuando se percibe lo que no está bien.
Indiferencia que -como él decía- llega al mismo seno de la Iglesia, cuando está
se convierte en una organización más que en una comunidad. Aunque en la Iglesia
seamos pecadores, estamos llamados a ser santos.
El Papa Francisco ha sido como un buen párroco de la Iglesia
Universal, callejero, queriéndose hacer el encontradizo con el ser humano de
hoy, para dialogar con él. Acercándose a las situaciones límite. Atrayendo las
periferias al centro del afecto de Dios, que está en su corazón. La unidad en
la diversidad fue para él como un estilo de vida.
Queridos hermanos/as Dios nos ha bendecido con este Papa, ha
sido un regalo del Señor. Él nos pedía oración por él. Ahora nosotros pedimos
su intercesión para que también nuestra vida cristiana sea fresca y espontánea,
como Francisco nos quiso contagiar. Que la corresponsabilidad de la Iglesia, la
sinodalidad, uno de sus mejores legados, llegue a todos los rincones de la
Iglesia y de nuestras comunidades para que sintamos la pertenencia real y
participativa en nuestra comunidad.
Le pedimos a María, Solus Populi Romani, Santa María
de los Mártires, que nos ponga siempre con su Hijo Jesús, que la vida y el
ejemplo de este Papa no se borre de nuestras memorias, sino que nos aliente a
estar cerca de Dios, que será lo que nos haga estar cerca del prójimo.
Papa Francisco seguimos rezando por ti, para que estés ya en
la presencia de Dios y desde allí sigas bendiciendo el mundo entero para que
como San Francisco de Asís impere la paz, frente al odio, y que seamos
instrumentos del Señor en cada rincón de este planeta que entre todos hemos de
cuidar. Alabado seas mi Señor. Laudato Sí.
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