La
escena de la Visitación
nos sitúa en el “tiempo de las mujeres”. Es como si, al llegar el momento
culminante de la revelación, los varones pasaran a segundo plano.
María,
que ha recibido la palabra de Dios y lleva al mismo Hijo divino en sus
entrañas, sintiendo la necesidad de compartir su experiencia con Isabel, mujer
pariente, futura madre de Juan el Bautista, conforme a lo que ha dicho la
anunciación, corre a visitarla. Se encuentran frente a frente las mujeres,
llevando en sus entrañas el secreto de Dios, el presente y el futuro de la
vida.
María
se ha dejado llenar por la bendición y bienaventuranza de su prima. No tiene
nada que añadir, no debe explicar o comentar cosa alguna, pues todo es claro.
Simplemente asiente: recibe agradecida la palabra de Isabel y le contesta
agradeciendo a Dios.
Canta
María y en la primera parte de su himno alaba a Dios, reconociendo los dones
que ha querido concederle. De esa forma traduce la bendición y bienaventuranza
de Isabel en confesión. Esta es la definición más honda de María, el signo que
distingue su persona. Ella es alma abierta hacia la altura de Dios, deseo de
encontrarle y de cumplir su voluntad. Ella es igualmente espíritu, es la
hondura de la vida convertida en alegría, gozo intenso porque Dios existe y
salva a los humanos.
Esta
palabra expresa el camino doble de la vida de María: sale de sí para alabar al
Señor (dice que es grande); vuelve a sí para alegrarse de que Dios exista y sea
salvador. Como en toda auténtica amistad, aquí no existe miedo alguno. No hay
recelo frente a Dios, no hay envidia de su gloria, no hay posible competencia.
Admiración y gozo ante el amigo divino, eso es la vida entera de María. Dios le
ha llamado para vivir en libertad y libremente goza, admira y canta al
contemplar los dones que Dios le ha concedido.
En
el principio, más allá de todas las razones, María acoge a Dios y admira
emocionada su presencia. Por eso, ella comienza con un canto, expresando así el
origen y sentido de su interior. No se trata de renunciar a la razón o de caer
en un puro sentimentalismo sino de llegar a las raíces de la racionalidad más
honda.
Esta
es la razón del Dios amigo que brota del encuentro con su gracia. Es la razón
del que descubre que toda su existencia es un regalo. Antes de todo lo que
pueda conseguir con sus méritos y fuerzas, antes de todo su trabajo, María sabe
que Dios mismo ha fundado con su vida divina la alegría y fuerza de su propia
vida.
Este
es el más bello, el más fuerte canto de reconocimiento personal. María puede
alabar al Señor y alegrarse porque Él mismo la ha mirado, enriqueciéndola al
hacerlo: los ojos de Dios se han posado en sus ojos de mujer para alumbrarlos.
Quien
se descubre mirado por Dios es un pobre y sencillo ser humano, una mujer casi
perdida entre los grandes de la historia. Pues bien, en medio de ellos, María
se ha elevado como privilegiada: parece que no tiene nada, pero el Señor la ha
mirado y en esa mirada ha descubierto todo el amor y poder del universo. Miró
Dios con amor a los hebreos cautivos. María se sabe ahora mirada con amor
inmenso y canta, embargada de felicidad.
No
hay nada superior a esa mirada. Tienen que pasar a segundo plano los bienes
económicos, los proyectos de la tierra. Lo que a un hombre o a una mujer le
hace persona de verdad es la mirada de reconocimiento, amor y compañía de
aquellos que le aman. Con ojos de amor va creando la madre al hijo niño, el
amigo a la amiga (y viceversa). De la mirada nacemos y en ella crecemos a nivel
de afecto creador y vida compartida.
Esta
es la experiencia de María. Sabe que Dios la ha mirado y con eso le basta: la
ha visitado en su pequeñez, le ha ofrecido compañía en su camino, fuerza en el
fondo de su desamparo. Ella no canta en general, no quiere hablar de oídas;
sólo dice y canta aquello que Dios ha realizado en ella al contemplarla.
Solo
quien haga una experiencia semejante sabrá lo que supone redención, podrá decir
lo que es María.
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