


Frente al intento de, apartar a Dios de
todo escenario público, San Isidro nos alienta en el sentido de proponer sin
desmayo y con terquedad, la novedad de un Jesús que humaniza y que pone
horizontes (no trabas) a una sociedad tan resquebrajada por tantas y tantas
cosas.
Frente al individualismo, San Isidro, nos
da la lección suprema del amor de Dios: ver a Dios en los demás, es la mejor
forma de ararse y asegurarse un trozo de tierra en la eternidad.
En este Año de la Fe, San Isidro, nos
incita a proclamar, profesar y edificar nuestra vida en el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
La festividad de San Isidro, para hombres
del campo o no, es una llamada a recuperar la savia de esa Vid –de buena
denominación, marca INRI- de la que nos habla tantas veces el Evangelio. Solo,
con esa fuerza, nos sentiremos capaces de ir contracorriente, de conquistar
terreno para Dios, de llevar almas tibias al encuentro personal con Jesucristo.
El folklore, y todas sus expresiones,
serán válidos en la medida que estén sostenidos en un contenido evangélico y
evangelizador. A los santos, y –por supuesto- también a San Isidro, se le honra
no de palabra, y sí promoviendo, conociendo, acercándonos e imitando –en el día
a día- lo que fue decisivo en ellos: la fidelidad a Dios, a su Palabra, amor a
la Iglesia y el estilo propio del Resucitado.
San Isidro nos invita a ser esos
sarmientos, que unidos a Jesús, den el fruto (no que el mundo apetece) sino que
la vida cristiana nos exige y que Pentecostés –ya próximo- nos regala.
San Isidro, en este día de su fiesta, nos
invita a ser sembradores de la verdad: cosecharemos justicia, si ponemos verdad
con nuestras manos; cosecharemos alegría, si proponemos armonía allá donde
estamos; cosecharemos esperanza, si pregonamos optimismo cristiano; cosecharemos
amor, si llevamos amor en el morral de nuestra vida; cosecharemos el cielo, si
ponemos a Dios, en todas circunstancias de nuestra vida.
El peor homenaje a San Isidro, es
ofrecerle unas espigas de la cercana cosecha, entonarle unos cánticos, sacarle
en procesión y luego… vivir de espaldas a lo que fue el auténtico tesoro y oro
de su vida: Jesús de Nazaret.
Él tuvo las cosas claras: Dios era su
motor y, por Él y en Él, puso sus afanes –y también su grano en la tierra como
buen trabajador- sin otro afán que vivir con dignidad y esperar para alcanzar
la eternidad que Dios regala a los que permanecen fieles a Jesús, muerto y
resucitado.
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