viernes, 30 de marzo de 2018

Homilía - VIERNES SANTO


La celebración de este día es muy sobria. Será la Vigilia Pascual una liturgia muy rica en signos y símbolos, pero hoy es el silencio el que habla por sí solo. Muchas veces cuando acompañamos a alguien que está sufriendo, especialmente en momentos de duelo, parece que tenemos que rellenar el espacio con palabras, pero –gracias a Dios- hoy se siguen reconociendo más los hechos que las palabras: estar al lado, estar próximos. Gracias a Dios no es necesario tener para ser, aunque ese tener sea solo elocuencia en el arte del hablar. Hoy lo que la Iglesia nos ofrece, con los Santos Oficios, es la austera muerte del Señor.
            Y me decía el otro día una persona, pero ¿es que se puede celebrar la muerte de Dios? Nosotros los cristianos cada vez que celebramos la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, “anunciamos su muerte, proclamamos su Resurrección hasta que Él vuelva”. Recordemos que el Triduo Santo es el desarrollo, durante tres días, de lo que celebramos en la Pascua Semanal, la Eucaristía, especialmente la de cada Domingo. Conmemoramos, por tanto, la muerte de Cristo, no nos regodeamos en el triste final, sino que –tal y como Dios quiso- intentamos ver el fruto tras la muerte del grano. Y, es que hasta hoy en día, cuando mueren tantos cristianos perseguidos, por eso, ser cristianos, y otros que fueron asesinados por su seguimiento a Cristo y la locura de la Cruz, podemos reconocer en su perdón hacia los verdugos, la semilla de nuevos cristianos.
En esta misma línea, sin ser expresamente una predicación, pues para hablar de Jesús y su modo de ser, no hace falta ni tan siquiera pronunciar el nombre del Señor, sino llevarlo muy dentro de nuestro corazón y abrazar su cruz, pues bien, una mujer, de nombre Patricia, madre de un niño, llamado Gabriel, “el pececito”, asesinado vilmente por otra mujer, a la que Patricia llamaba “bruja” nos decía: “no os dejéis llevar ni por la rabia ni por la violencia”, en sus palabras transmitía dolor por la pérdida dramática de su querido hijo, pero también nos daba un testimonio de amor que es capaz de perdonar con tal de estar en comunión, al menos con su hijo.
El lema del año jubilar de Santo Toribio de Liébana, en Cantabria, reza así: “Nuestra gloria, Señor, es tu cruz”. ¡Qué gran verdad! Aunque podamos reconocer el mal con el que es crucificado Jesús, lo acabamos de escuchar en La Pasión de San Juan. Así fue prendido, juzgado, vituperado, crucificado; también podemos reconocer hoy al ser humano crucificado por el mal, que existe y se encarna de muy desagradables maneras. Sin embargo, Dios quiere decirnos una Palabra de Amor, y es que su gloria no hay que reconocerla solo en el triunfo, sino en los momentos de desesperación, de soledad, de aparente abandono, etc. Señor, para que siguiéndote en la pena también te podamos seguir en la gloria.
La muerte de Dios, ciertamente, es un hecho puntual; pero no es el final de esta historia de amor, el final estará en la Vida, una vida que nos corresponde a ti y a mí vivir y transmitir a toda la humanidad.

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