En plena Pascua, donde se nos empuja a dar
testimonio alegre y sin tregua, de la Resurrección del Señor Jesús, la fiesta
de San Isidro llama a nuestra puerta. Los hombres y mujeres del campo, y los
creyentes también, nos detenemos en este miércoles ante la vida sencilla, pero grande
a la vez, de un hombre que no tuvo más grandeza que el vivir para Dios y, ver a
Dios, en aquello que hacía, sentía, oraba o trabajaba. La fe, como motor, fortalecía
su interior y movía el exterior de su persona. Nunca, tan buen arado, encontró
tan buenas manos: Isidro y Dios. Dios, a San Isidro, le miraba con especial
atención porque, Isidro, miraba con singular locura a su Dios.
En unos tiempos, muy distintos a los
actuales, San Isidro Labrador dio ejemplo de su fe inquebrantable. Vivía con
intensidad, con interioridad la presencia del Señor, de tal forma, que –todo lo
demás- lo dejaba en sus manos. Con claridad y con transparencia, sin arrogancia
ni orgullo alguno, se fio del testimonio de los apóstoles sobre la Resurrección
de Jesús. San Isidro Labrador no puede quedar reducido a una estampa tierna e
infantil, a una especie de leyenda que todos admiramos, que nos causa simpatía
y gracia, pero que no valoramos (los bueyes arando conducidos por la mano del
ángel). Todos los días, mientras dormimos, descansamos, discutimos o sudamos
por un trabajo digno, Dios, sigue haciendo de las suyas, sigue llamándonos al
afecto por Jesucristo, a la adhesión de su Persona, labrándonos y cuidándonos
muchas parcelas (familia, trabajo, salud, proyectos, los vecinos, etc.,…) sin
que nosotros nos demos cuenta. Solo la fe es capaz de intuir la presencia de
esa mano invisible y extraordinariamente paternal cuando surgen: gozos y penas,
alegrías y sufrimientos, duda y fe, esperanza y desasosiego.
Queridos hermanos, no podemos reducir, la
fiesta de San Isidro Labrador, a un mero fenómeno cultural, festivo o
tradicional de cada 15 M. Sería, entre otras cosas, traicionar el espíritu y la
identidad del auténtico alma de este santo: que se movió por Dios, vivió desde
Dios y dio testimonio –real y pacífico- de Jesús Resucitado. Frente al intento
del descafeinamiento espiritual que nos invade, San Isidro nos invita a poner
azúcar, y de la buena, de las mejores remolachas que surgen de esta buena
tierra; que lo hagamos en toda circunstancia, problemática, logros, éxitos o
fracasos.
Frente al intento de, apartar a Dios de
todo escenario público, San Isidro nos alienta en el sentido de proponer sin
desmayo y con terquedad, la novedad de un Jesús que humaniza y que pone
horizontes (no trabas) a una sociedad tan resquebrajada por tantas y tantas
cosas.
Frente al individualismo, San Isidro, nos
da la lección suprema del amor de Dios: ver a Dios en los demás, es la mejor
forma de ararse y asegurarse un trozo de tierra en la eternidad.
En este Año de la Fe, San Isidro, nos
incita a proclamar, profesar y edificar nuestra vida en el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
La festividad de San Isidro, para hombres
del campo o no, es una llamada a recuperar la savia de esa Vid –de buena
denominación, marca INRI- de la que nos habla tantas veces el Evangelio. Solo,
con esa fuerza, nos sentiremos capaces de ir contracorriente, de conquistar
terreno para Dios, de llevar almas tibias al encuentro personal con Jesucristo.
El folklore, y todas sus expresiones,
serán válidos en la medida que estén sostenidos en un contenido evangélico y
evangelizador. A los santos, y –por supuesto- también a San Isidro, se le honra
no de palabra, y sí promoviendo, conociendo, acercándonos e imitando –en el día
a día- lo que fue decisivo en ellos: la fidelidad a Dios, a su Palabra, amor a
la Iglesia y el estilo propio del Resucitado.
San Isidro nos invita a ser esos
sarmientos, que unidos a Jesús, den el fruto (no que el mundo apetece) sino que
la vida cristiana nos exige y que Pentecostés –ya próximo- nos regala.
San Isidro, en este día de su fiesta, nos
invita a ser sembradores de la verdad: cosecharemos justicia, si ponemos verdad
con nuestras manos; cosecharemos alegría, si proponemos armonía allá donde
estamos; cosecharemos esperanza, si pregonamos optimismo cristiano; cosecharemos
amor, si llevamos amor en el morral de nuestra vida; cosecharemos el cielo, si
ponemos a Dios, en todas circunstancias de nuestra vida.
El peor homenaje a San Isidro, es
ofrecerle unas espigas de la cercana cosecha, entonarle unos cánticos, sacarle
en procesión y luego… vivir de espaldas a lo que fue el auténtico tesoro y oro
de su vida: Jesús de Nazaret.
Él tuvo las cosas claras: Dios era su
motor y, por Él y en Él, puso sus afanes –y también su grano en la tierra como
buen trabajador- sin otro afán que vivir con dignidad y esperar para alcanzar
la eternidad que Dios regala a los que permanecen fieles a Jesús, muerto y
resucitado.
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