Hoy es uno de esos días que recuerdo con felicidad y no tanto con nostalgia. Lo de la nostalgia lo digo porque parece que fue ayer y, sin embargo, ya pasaron 24 años.
Fue un día que pasó muy rápido. Una mañana de domingo, en
la Iglesia del Corazón de Jesús de Valladolid, en una celebración en la que
estuve acompañado por mi familia, sintiendo la ausencia de mi madre, aunque
siempre ha estado y está. Junto a mi familia, se encontraba en un banco mi
padre, un antiguo alumno de Miranda de Ebro, un amigo de Valladolid y un
compañero jesuita que fue con el que comencé mi andadura en la vida religiosa,
allá por el año 1989.
Recuerdo haber preparado la ordenación con tiempo, con la
satisfacción de haber superado el primer curso de la especialidad en Teología
Espiritual. También la alegría de haber disfrutado de seis meses como diácono
en una parroquia de Fuenlabrada, la de “San José”, donde pude ejercitar el
ministerio e ir “perdiendo” el respeto del altar, es decir, el miedo escénico.
Me preparé los días previos con un tiempo de retiro; aunque todo comenzó hacía
mucho tiempo, era un “run run” que siempre estuvo ahí. Me hizo mucha ilusión
que el rector del teologado me dijera: “ya puedes escribir al provincial para
pedir la admisión a órdenes”. Era algo tan soñado y tan inmerecido. Escribí la
carta en medio de los Ejercicios Espirituales que me preparaban y aquellas
palabras me sirvieron para hacer mi oblación, de mayor estima y mayor momento. Recuerdo
que mi mano escribía y no paraba de escribir. Y por fin, un día el provincial
me dijo que eligiera fecha para la ordenación diaconal: el día de La Inmaculada
y la fecha de la ordenación sacerdotal en junio, cuando Don José Delicado Baeza
tuvo disponibilidad. Fue un año de escasez de ordenaciones sacerdotales en la Compañía
de Jesús de España, de mi provincia solo me ordené yo. Pedí ser ordenado
sacerdote en mi ciudad natal.
La ceremonia fue muy bien preparada, cantó un coro formado
por jesuitas y laicos, que interpretaron los cantos que a mí me tocaban más el
corazón. Me acompañaron en la concelebración compañeros jesuitas y no jesuitas,
con los que estudiaba en la facultad de teología. Ciertamente una
representación de la Iglesia Católica, por la gran variedad de nacionalidades. Y
un recuerdo especial para un sacerdote marianista que era pastoralista en el
colegio del Pilar cuando yo era niño.
Monseñor Delicado Baeza me ordenó, le acompañaban mis
superiores más inmediatos. Recuerdo con mucho cariño a todos. Era la fiesta de
la Santísima Trinidad sin embargo el obispo permitió que se proclamara el
evangelio del Lavatorio de Pies, que ha sido lema de mi sacerdocio: “Lo que yo
he hecho con vosotros, hacedlo los unos con los otros”.
Pero pasó todo muy rápido. Fuimos a tomar un aperitivo al
claustro del Colegio San José. Allí pude compartir con toda la gente que se
hizo presente. Un recuerdo muy especial para los chicos y chicas de la Casa de enfermos
de Sida, de Cáritas de Madrid de la que yo era voluntario, a los que quise como
hermanos y me quisieron igual.
Y
recuerdo que todo pasó muy rápido, como digo, porque enseguida nos fuimos a Madrid.
Casi no hubo tiempo para compartir con la familia. Al domingo siguiente
celebraría la Primera Misa en Mojados y mientras confesaba en la parroquia San
Francisco de Borja, de los jesuitas en Madrid. De domingo a domingo no presidí ni
una sola Misa, estaba reservada para el pueblo. Y al poco tiempo volaba para
los Estados Unidos donde pude disfrutar como de una luna de miel.
Ahora
espero con ilusión al próximo año en el que celebraré, si Dios quiere, mis
bodas de plata sacerdotales. Gracias a todos porque todo esto no es mío, ni lo he
construido yo, sino que nos pertenece a todos, a la Iglesia. Así sea.
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