Mc 7, 1.20-29
Sal 17m 2.3,5.6.7.19-20
Jn 19, 25-27
Como
en otras épocas históricas, también hoy el cristiano advierte la exigencia de
comprender y valorar la misión que la
Madre de Jesús desempeña en la Iglesia y en su vida
espiritual. La Virgen
María ha venido siendo en la historia de la espiritualidad
cristiana referencia entrañable que ha inspirado a muchos en el seguimiento de
Cristo. La devoción a María, especialmente bajo la advocación del Carmen, ha
servido en el pueblo cristiano como alimento para la fe, la esperanza y el
amor. El papa San Juan Pablo II, en su última visita a España, nos animaba a perpetuar
con la devoción a María: "España, tierra de María". El futuro santo alentaba al pueblo fiel a fijar en
María los pilares fundamentales de la fe cristiana. La continuidad con esa
tradición viva en nuevo contexto, está claro, es un reto para la Iglesia de hoy, para
nuestra Iglesia que está dispuesta, desea y expresa una nueva evangelización. Y
para nosotros, también, ahora que comenzamos la novena en honor a la Virgen de Carmen.
Hay
que decir, que a pesar de la desorientación del momento que nos está tocando
vivir, el cristiano se sigue dando cuenta que María es una señal llena de
significado, ofrecida al pueblo de Dios en su camino de fe.
Así es María, modelo, que sentada en el primer banco de la iglesia nos enseña
las actitudes propias para mirar a Jesús, nos indica el camino del seguimiento,
pues a ella vemos cuando el Señor va delante, y sino recuerden la imagen de la
cruz procesional: el pueblo va detrás, pero no ve al crucificado, ve en el
reverso, a la madre, y el pueblo viendo a María, reconoce como mirándole a ella
es ir tras el Señor.
Queridos
hermanos necesitamos el encuentro personal y auténtico con María, libre de
hipotecas y de visiones caducas, una relación con la Madre desde el contacto
asiduo con el Evangelio y expresado en un diálogo con ella continuamente
renovado. Porque la relación con la
Madre procede del sentirnos profundamente hijos, y el hecho
de tener una madre común nos hace a todos más hermanos los unos de los otros.
La garantía de nuestra relación, de nuestra comunión, está en esa unión mutua,
en ese afecto que procede de lo alto y que nos invita a mirar afectivamente
hacia lo más bajo de la tierra, y ponernos a su misma altura, siendo llanos, no
mirando a nadie por encima del hombro; porque a todos Dios, por medio de María,
nos quiere levantar, dar dignidad.
Para
madurar nuestra respuesta de fe, nosotros, cristianos, no podemos abandonar el
terreno histórico en que vivimos y actuamos. María debe ser integrada en el
corazón de cada día, de nuestra vida diaria, es ahí donde se hace presente.
Integremos, pues, la fe y la vida, pues la persona de María adquiere su hechizo
evocador y estimulante cuando se la inserta en la trama global de la vida
cristiana; solamente en ese contexto se hace interpelación e inspiración para
encarnar los valores cristianos en nuestro tiempo que puede parecer se han
perdido. Si nuestra vida se separa de la fe, nuestra vida queda desmembrada,
sin referencia última que sacie nuestra necesidad de querer y sentirnos
queridos; de experimentar el amor maternal con que María nos acoge a todos,
bajo su escapulario, y es una actitud que nos invita a realizar con los demás.
En
el texto que hemos escuchado hace un momento del Evangelio de Juan, Jesús
revela algo muy importante: ha llegado su hora y, con ella, la de su Madre, que
se convierte en mujer. Ella simboliza la Iglesia.
Lo mismo que el discípulo amado simboliza a los verdaderos
creyentes. De ahí que Juan reciba a la
Madre de Jesús como suya, como algo que le pertenece y a lo
que no puede renunciar. Lo propio del discípulo es la fe. La escena mencionada es
una síntesis de la obra que Jesús venía a realizar: la salvación del género
humano prolongada en la
Iglesia. Así mismo, el discípulo cumple el mandato recibido
desde la cruz aceptando a la Madre
de Jesús como su propia madre.
Junto
a la cruz de Jesús, María que no es llamada por su nombre, sino por su vocación
y misión; pues, tiene una doble dimensión: ser la Madre del Señor, por lo que
todo el mundo le tributa cariño, respeto y veneración, y la de ser símbolo de la Iglesia , que está naciendo
en aquel momento, por lo que debe ser recibida por todo el pueblo fiel como
algo propio e irrenunciable. Se trata de la pertenencia a la Iglesia , pueblo de Dios y
cuerpo de Cristo. Esta pertenencia se halla incluida en lo esencial del
discipulado cristiano, que es la fe.
Precisamente
a partir del Concilio Vaticano II, la figura de María se ha resaltado, buscando
dimensiones nuevas en la historia de la salvación. Desde siempre la humanidad
ha mirado hacia ella, ha escuchado atenta sus palabras. En María se une Dios
con el ser humano en un abrazo cargado de ternura y de amor.
María
es también la Madre
de la Iglesia ,
que pone en ella sus ojos, en quien ve el puente y el sendero que más
fácilmente nos lleva al Señor. Dios quiso hacerse realidad ante los hombres por
medio de María y ha querido que el camino del ser humano hacia Él sea idéntico:
por medio de María. En María sabemos que encontramos a Dios.
En
la tradición de la Iglesia
se presenta a María como madre de los cristianos. Y “madre” significa la que da vida y apuesta por ella hasta
las últimas consecuencias y con todo apasionamiento. María, madre de todos, creyentes
o increyentes. Y nosotros, hermanos de todos, por tener un Dios que es Padre
común a todos, que nos iguala a todos, que nos ama a todos, no cabe la
posibilidad de pensar en un Dios que castiga a los malos y da premios a los
buenos, que permite el dolor y ciertas desgracias, incluso enfermedades.
Nuestro Dios, y de Él, ha aprendido totalmente María, es un Dios rico en
Misericordia.
Desde
siempre la figura de la madre ha sido compendio de amor y confianza para los
hijos. Desde pequeños hemos encontrado en la “madre” el refugio seguro en
nuestros momentos duros y difíciles. En la madre encontramos refugio y
confidencia, confianza, plena seguridad, protección desinteresada y palabra
alentadora.
En
María el hijo encuentra el hogar seguro; por eso acudimos a ella sin miedo,
buscamos en su regazo la sonrisa que necesitamos para dar a nuestra vida
alegría, la protección precisa para caminar con seguridad.
En
los momentos difíciles, cuando a nuestro lado todo lo vemos nublado, se hace
más palpable, más real la figura de nuestra madre María. Ella nos pide nuestro
amor de hijos, espera respuesta confiada a su amor maternal. Y nuestro amor de
hijos debe ser pleno, generoso, sin reservas, desterrando falsos recelos y
miedos: es nuestra madre.
Demostraremos
que somos buenos hijos si damos nuestro amor a tan buena madre. Pidamos a
María, Virgen del Carmen, nos ayude a ser como ella. Así sea.
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